MEMORIAS DEL CULTIVO DE ALGODON EN CHINANDEGA.:
LO QUE EL ALGODÓN SE LLEVÓ
Lancemos una hojeada a la historia para entender cómo ocurrió esta transformación. Chinandega pasó de 73 mil asalariados en 1963 a 63 mil 500 en 1971, al tiempo que los cultivos de algodón se expandían de 55,415 hectáreas a 109,063 hectáreas en 1970. En ese lapso, Chinandega descendió del 27.3% al 21.6% del total de asalariados del país y el promedio de empleados por patrón se redujo de 27 a 19. Se convirtió en una zona de expulsión de migrantes internos y de luchas por la tierra. Según un estudio del CSUCA, la rentabilidad diferencial entre cultivos de exportación y cultivos de consumo interno determinó que las tierras más fecundas y accesibles fueran dedicadas a los cultivos de exportación.
Aunque hubo abusos y actos de expropiación -como el protagonizado por el Capitán Ubilla, que se hizo con las tierras ejidales de San José del Obraje, también conocidas como Las Cuchillas, suscribiendo un supuesto contrato de alquiler por cinco años- el cultivo del algodón no supuso, sin embargo, una transformación drástica de la estructura de tenencia jurídica de la tierra. Gould observa que “en 1950, antes de la expansión del capitalismo en el sector rural chinandegano, menos del 2.6% de los terratenientes eran dueños del 65.1% de la tierra. El auge algodonero no alteró sensiblemente los patrones de propiedad. Veinte años más tarde, en 1971, el 2.1% de los terratenientes poseía el 61.3% del suelo chinandegano”.
El auge del algodón sí supuso un cambio en el uso del suelo, las formas de contratación y el acceso campesino a la tierra, según encontró Gould a partir de estadísticas y declaraciones de los líderes campesinos que vivieron la metamorfosis de la hacienda ganadera en empresas agrícolas algodoneras: “En 1949, los finqueros chinandeganos cultivaron menos de 984 manzanas de algodón, pero para 1955 ya se sembraban más de 3,242 manzanas de esta fibra. Debido a este cambio en el uso del suelo, los trabajadores y arrendatarios perdieron acceso a la tierra en las haciendas, así como sus trabajos permanentes, que pasaron a ser estacionales. Con el crecimiento de la industria del algodón perdieron sus hogares y, por consiguiente, se vieron en la necesidad de ir a posar donde los vecinos o parientes como arrimados”.
En conclusión, Gould señala que “la introducción del cultivo algodonero provocó cambios en la estabilidad y condiciones laborales para la mayoría de trabajadores rurales de Chinandega, y restringió su acceso a las tierras de las haciendas. Algunos campesinos de San José habían sido propietarios, pero antes del boom algodonero casi todos habían sembrado su propio maíz y criado ganado en los terrenos de las haciendas donde trabajaban. No obstante, después de 1950, la élite algodonera necesitaba toda la tie¬rra disponible para su cultivo de exportación y por eso les negaba a los campesinos el derecho tradicional a la tierra”.
ENTRE BRUNO Y FERMÍN
El algodón alteró sustancialmente la relación de los obreros agrícolas con las haciendas. Ese híbrido entre obrero y campesino que era el arrendatario empezó a desaparecer y la relación obrero-patrón tomó rumbos insospechados. Ésta es la tragedia que, en un escenario andino, narra con conmovedora magia la novela Todas las sangres, de José María Arguedas.
La historia es protagonizada por dos hermanos que representan dos formas de ser patrón: una modalidad tradicional que toca a su fin y una moderna que emerge con avasallador éxito. De un lado, Bruno Aragón de Peralta, hecho en y con la hacienda, poseído por el demonio de la lujuria, opuesto a toda forma de progreso técnico -a su juicio, fuente de pecado y corrupción- y capaz de infligirle castigos físicos a sus mozos, pero padrino de sus hijos y garante de su supervivencia. “En él -dice Vargas Llosa en su sesgadísimo pero con frecuencia atinado análisis- encarna el ideal arcaico y el amor a lo antiguo, caros a Arguedas”. Bruno es un padre monumental que comparte atributos con la divinidad: todopoderoso, pródigo en castigos y recompensas.
En el otro extremo está Fermín Aragón de Peralta, hombre de mundo y civilizado, educado lejos de la hacienda como un citadino de clase alta, orgulloso de sus maneras cordiales, pero inaccesible a los obreros y capaz de prescindir de sus servicios y romper súbitamente unas relaciones que se constriñen al plano meramente contractual.
La bina Bruno/Fermín representa la oposición agricultura versus minería, feudalismo versus capitalismo nacional, hacienda versus empresa agropecuaria. Fermín triunfa sobre todos los señores feudales de San Pedro de Lahuaymarca, descendientes de los conquistadores, pero es liquidado por la compañía imperialista Wisther-Bozart. Al final del proceso, en San Pedro como en Chinandega, ha desparecido el mozo ideal de Bruno Aragón de Peralta, “el indio comunero, que nace y muere dentro del microcosmos de su comunidad, preservando su lengua, sus cantos, los ritos ancestrales y trabajando la misma tierra de sus antepasados, que es naturalmente virtuoso y de una humanidad prístina. Pero, si cambia, se vuelve vulnerable y puede perder su alma”.
DEL PEÓN SOMETIDO AL CAMPESINO REVOLTOSO
En Chinandega este indio perdió su alma de peón sometido, en la rabia, las revueltas y el desarraigo. Gould testimonia que “el capataz Ramón Candia escuchó los lamentos de los trabajadores, y afirmó hallarse hastiado de ser empleado de los hacendados, ‘porque los ricos ya no tienen corazón’”. Los ricos ya no eran como el arrebatado y generoso Bruno, sino como el untuoso, calculador y metálico Fermín. La aparición de los fermines fue la rebeldía y las invasiones de tierras: “Regino Escobar señaló hacia unos matorrales diciendo: ‘Miren, ahí está la tierra del pueblo, de donde siempre hemos sacado leña, madera, hojas de palma y aceite. Vámonos para allá a limpiar y a sembrar la tierra.’ Durante las dos semanas siguientes, treinta campesinos limpiaron y cercaron una trescientas manzanas de ‘la tierra del pueblo’, dividiéndolas en parcelas de diez manzanas cada una”.
Esta estrategia no dio resultado porque, como apunta Gould, “el grupo de Somoza también tenía intereses económicos en la rentable introducción de la maquinaria, que disminuiría e incluso reemplazaría la mano de obra humana”. De ahí la ominosa participación de la Guardia Nacional en la represión a los campesinos: la invasión a la propiedad de los Deshon encalló en cárcel y extorsiones: para obtener su excarcelación, el 21 de junio de 1977 los campesinos firmaron un convenio, dejando “a las autoridades el derecho del apremio corporal para nosotros y el resto de compañeros que pretendiéramos seguir en esta invasión”. Para entonces, en Chinandega y León se cultivaba el 98% de todo el algodón, en detrimento de alimentos de consumo básico, como el arroz que en Chinandega bajó de representar el 72% al 40% de la producción nacional entre 1963 y 1971.
LA MUERTE DEL MONARCA ALGODÓN
El algodón sufrió la suerte de Fermín: derrotado por peces más gordos. No pudo competir con el creciente uso de fibras sintéticas y la producción algodonera estadounidense, practicada en gran escala y receptora de subsidios estatales. Ya en 1957 el auge algodonero sufrió un revés cuando los precios internacionales se desplomaron desde 33.4 a 26.81 dólares el quintal.
Pero los algodoneros fueron sostenidos por el Estado somocista durante años por medio tasas de cambio pre¬ferenciales y generosas prórrogas en los plazos para pagar sus préstamos. Una combinación de iniciativas estatales y privadas “impidieron que la baja en los precios arruinara la industria y permitió que la élite mantuviera el control de la tierra y el trabajo”. Nada de libre mercado.
No obstante, fue imposible evitar la debacle del algodón. Después de haber alcanzando un pico de 212,380 hectáreas en 1978, la nívea alfombra de algodón se encogió. En los años 80, si excluimos el muy excepcional 1980 por ser el año inmediato posterior a la insurrección, el algodón sólo cubrió un promedio anual de 83,960 hectáreas. Luego se redujo a la mitad y en 1992-93 experimentó un drástico descenso de 35,840 a 2,510 hectáreas, descenso del que jamás se recuperó y que sólo tendió a prolongar, reservando su exigua producción principalmente para el mercado doméstico. Agotados y envenenados, los suelos chinandeganos y leoneses no daban mucho más de sí: los rendimientos habían decaído desde un promedio de 22,322 hectogramos por hectárea en 1971-79 a 20,963 en 1981-89 y a 18,532 en 1991-99.
La producción algodonera fue un par de líneas -algún día una simple nota al pie de página- en la historia de largo plazo nicaragüense. Pero su breve reinado de quizás 20-30 años sedimentó en cambios irreversibles en la relación obrero-patrón, cambios que ahora suman rasgos a la globalización sólida: desarraigo -ruptura del cordón umbilical con la hacienda- y gélidas relaciones contractuales pasajeras que sustituyeron a cálidos compadrazgos eternos… No olvidemos que lo que era atado en la tierra quedaba atado en el cielo, donde sea que éste se hallase.
fuente:envio / LIC:RENE DAVILA/ 28080011
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