Doña Ana María Rostrán no es mujer que crea en el más allá, y está
firmemente convencida de que los designios sobre la vida y la muerte en
este mundo se basan en el cuido y el descuido del cuerpo humano.
Más claro: ella no cree que en esta playa de tumbos violentos y
coloración gris-azulada, llamada Pasocaballos, se esconda alguna
demoníaca maldición que justifique las misteriosas muertes y
desapariciones de decenas de personas cada año.
A decir de esta mujer, que se dedica a vender mariscos cocinados y
cócteles desde hace más de 40 años en una enramada a orillas de la
playa, en un recodo entre la costa y la carretera de asfalto que bordea
un extremo rocoso del balneario, si la gente se muere y desaparece aquí,
es porque no respetan las señales de los socorristas, ni los consejos
de los vecinos, ni las leyes de la naturaleza que indican que no se debe
nadar contra la corriente.
“Allí donde usted está sentado yo tuve los tres cuerpos de cuatro niños
que se ahogaron hace casi ocho años. El otro nunca apareció, se lo tragó
el mar. A los otros los hallaron en la costa, el agua se los tragó y a
los minutos los regresó. ¿Adivine qué pasó? Su familia los descuidó:
mientras ellos estaban bebiendo guaro, los niños se metieron al agua
cuando el mar estaba llenando. No hubo nada de otro mundo ni cuentos, se
los llevó la corriente”, dice ella viendo al mar desde el taburete pata
de gallina en que espera la afluencia de compradores cada día.
Un cauce maldito
Pasocaballos es una playa de poco atractivo visual. Está enclavada en
una zona pantanosa del occidental departamento de Chinandega, en la
carretera que lleva al Puerto Corinto. De hecho, el motivo de la elevada
afluencia de turistas es porque queda cerca de la ciudad de Chinandega y
a orillas de una excelente carretera de pavimento que llega casi hasta
la playa misma.
No hay muchos cocoteros, la vegetación es escasa en la periferia de la
playa y la infraestructura, para los visitantes, es de enramadas con
techos de paja, pisos de tierra y una que otra choza con barandas de
madera, con corredores de horcones ennegrecidos por los humos de los
fogones al aire libre.
Desde ahí, de esas ramadas donde música cantinera suena día y noche,
existen unos 100 metros de arena brillante extendida en una sábana
ondulante que al llegar a la orilla del mar cae un metro
perpendicularmente, dejando la impresión de que al terminar la arena
caliente hay una piscina un metro abajo, donde estallan las olas
rabiosas y espumosas.
“Cuando está vaciando el mar las olas arrastran a la gente desde este
borde, las llevan a un cauce que hay ahí, a los pocos metros, y las
corrientes que llegan de un lado y del otro hunden a la gente y la
arrastran por debajo hasta soltarlas quién sabe dónde”, dice Uriel
Madriz, jefe del Cuerpo de Socorristas de la filial de la Cruz Roja en
Corinto, quien tiene 14 años de salvar vidas en esta playa.
Trampa mortal
Él tiene una teoría: en un trecho de costas frente a las enramadas, unos
30 metros agua adentro, se forma un cauce de unos 60 metros de ancho y
unos tres metros de profundidad, que es cavado por un choque de
corrientes marinas que arrastran el lecho acuático mar adentro.
Madriz señala un punto donde dos olas chocan, hacen una efervescencia de
espuma blanca, se corren hacia la orilla y luego se regresan con
velocidad al punto donde el agua se parte y se hunde como si las
esclusas de un canal se abrieran abajo y tragaran el agua de la
superficie.
“Allí donde se hunde la ola de regreso está el canal. El que caiga allí
se llamaba”, dice el socorrista, quien cuenta, al igual que doña Ana
María, que las muertes y desapariciones que ocurren cada año aquí
suceden porque la gente, a propósito o por ignorancia, se mete justo
donde comienza el canal.
“Hemos puesto boyas, carteles, hemos puesto a socorristas frente a la
costa y les avisamos que no se bañen ahí, pero no hacen caso, se roban
los rótulos y se meten. Por eso se mueren a cada rato”, se queja Madriz,
quien cuenta que el último caso de una desaparecida fue el de una niña
de 12 años, la que se ahogó el domingo 17 de febrero y apareció al día
siguiente a una distancia de casi 15 kilómetros de Pasocaballos, en una
playa conocida como Apatlán.
Ahogados, desaparecidos y devorados
“Tuvo suerte la familia de la niña, porque aquí hay gente que nunca
apareció”, cita el veterano socorrista, quien no olvida la vez que en un
solo día de Semana Santa vio cómo cinco personas que estaban a la
orilla, fueron arrastradas por una ola hacia el canal, y luego ya no
aparecieron nunca más.
“Pasamos casi cinco días buscándolas con las lanchas del Distrito Naval,
recorrimos como 50 millas mar adentro y más de 40 kilómetros de costa, y
nunca aparecieron”, dice Madriz, convencido de que será imposible que
este año 2008 la cifra de ahogados no se dispare más allá de los cinco
que van contados hasta el 24 de febrero.
Con más de 30 años al servicio de la Cruz Roja, René Valverde, portavoz
de esa benemérita institución en Chinandega, conoce el balneario de
Pasocaballos como la palma de su mano, pero no se confía del peligro que
allí existe.
Esta playa, ubicada cerca del límite entre los municipios de El Realejo y
Corinto, a 20 kilómetros de Chinandega, es la “escuela” para los que se
gradúan como salvavidas: sólo el año pasado hubo 22 ahogados y 36
rescatados con vida. Al menos ocho cadáveres no aparecieron y unos seis
estaban comidos por animales marinos.
Tragedias y leyendas
“El riesgo se concentra en dos kilómetros debido a dos corrientes, una
que viene de Puerto El Toro y otra que pega en las piedras, que forman
un enorme remolino que hala a los que se ahogan”, explica Valverde,
quien agrega que algunos cadáveres no flotan a las 24 horas, como es
tradición, sino que aparecen lejos, en estado de descomposición.
Mientras muestra el mapa de la zona de peligro, el vocero de la Cruz
Roja asegura que hace varios años, el cadáver de un hombre que
desapareció en ese balneario, fue localizado en una playa de México.
El muchacho tenía en un dedo el anillo de bachillerato del Instituto
Nacional “Miguel Ángel Ortez” (Inmao), de Chinandega, y por eso fue
reconocido. Su cuerpo fue incinerado y sus cenizas trasladadas hacia su
ciudad natal. Eso fue en 1976, cuando de 23 ahogados que se reportaron
en verano, apenas dos cuerpos aparecieron.
Prueba viviente y reciente de ese drama es la señora Juana Francisca
Ramos, quien todavía llora la desaparición de su nieta, la quinceañera
Andrea Lourdes Ramos Flores, desaparecida en 2006.
En enero de 2000, Pasocaballos se convirtió en la trampa colectiva donde
cuatro niños de una misma familia murieron ahogados. El mayor tenía
ocho años y el menor dos, todos de apellidos Tobal Dávila.
Acababan de salir del agua a traer una rodaja de melón, y aún con la
fruta en la mano, se sentaron en el borde de la playa. De repente una
ola los envolvió, y cuando ya las aguas se disolvieron, no aparecieron
sino a los minutos: desnudos e inertes. El menor, de dos años, nunca
regresó.
Cobró entonces vida una vieja leyenda sobre un barco industrial que
encalló hace años en la bocana de Pasocaballos. Cuenta la leyenda urbana
que un día unos pescadores se metieron al barco a querer robar unos
metales, y que por una chispa, el barco estalló y ardió, matando a los
pescadores.
De ahí el mito: que los pescadores quemados salen a pescar en esa zona y
atrapan vidas humanas para ofrecerlas a cambio de que ellos regresen a
la vida. Y la otra es que el barco bloqueaba una corriente infernal que
ahora entra limpiamente a la playa, y al encontrarse con otra, se juntan
y forman una tubería submarina que va a concluir quién sabe cuántos
kilómetros mar adentro, lejos de Pasocaballos.
Leyendas de monstruos marinos y barcos fantasmas
En el balneario de Pasocaballos no se ahogan guardavidas ni bañistas de
Corinto y El Realejo. De acuerdo a las estadísticas, los ahogados en
este paradisíaco lugar provienen en su mayoría de Chinandega, El Viejo,
Chichigalpa, León, Managua y visitantes de otros departamentos, como el
caso de un futbolista del equipo Jalapa, de Primera División, que era
conocido cariñosamente como “El Cóndor”.
En 2004 murieron más de 30 personas, en 2005 unas 37, en 2006 unas 28, y
el año pasado 22. Según datos de la Cruz Roja local, cerca de 30 de
estos cuerpos no salieron jamás.
Ciertas personas atribuyen el peligro de esa playa a la existencia de
una gata marina y un pulpo, animales que según los pescadores de la zona
arrastran los cuerpos de los ahogados a cuevas entre las rocas, donde
los van devorando conforme se van pudriendo, y luego tiran las
osamentas, que son cubiertas por la arena.
A criterio de Valverde, eso se trata de una leyenda. “Son cuentos, lo
real son las corrientes y el remolino”, insiste el veterano guardavidas.
Él si supone que el “barco quemado”, del cual no quedan rastros, servía
de contención de las corrientes, lo cual demuestra que antes había
menos ahogados que en los últimos 30 años.
¿Qué tanta fuerza tiene las corrientes? Valverde lo ilustra con una explicación.
“Nosotros tenemos capacidad para nadar siete mil metros lineales, pero
nos bañamos a la orilla porque conocemos el peligro que representa este
lugar. Nos lleva dos horas atravesar el canal para rescatar a una
persona en una extensión de cincuenta metros”, indica el veterano
socorrista, quien recomienda a las familias no creer en leyendas, pero
sí acatar las orientaciones de los socorristas, cuidar a los niños y
respetar las etapas cuando el mar está “picado”.